Pepa por Paco Chica

Color y geometría. Éstas son las bases sobre las que se asienta el fulgurante cosmos en el que nos introduce la mirada de Pepa Caballero. Desnuda y llena a la vez de sorprendentes significaciones, su obra ha ido creciendo en coherencia y madurez hasta alcanzar el grado de penetración que muestran sus últimos trabajos, una rigurosa síntesis que otorga pleno sentido a las intuiciones (en torno a los orígenes, a la idea cíclica del tiempo, a la búsqueda de la unidad primordial) en las que había venido indagando en etapas anteriores. Libres de adherencias externas y más concentradas que nunca, las obras que ahora contemplamos no son sino trozos de plenitud robados al tiempo, puras vibraciones psíquicas que aspiran a disolverse en la materia elemental de la que proceden.

Hay artistas -sucede en contadas ocasiones- cuya labor nace en íntima conexión con el tipo de integridad que traducen sus palabras, su actitud ante lo cotidiano e incluso el propio entorno que eligen para trabajar. Pepa Caballero es una de estas personas. Cuando en fechas recientes me invitó a visitar su estudio me di cuenta de que había entrado en el espacio por excelencia de la poesía, un territorio abierto a lo infinito (o sea, a lo fundamental) y en el que todo brilla y se consume de forma instantánea. Lo que me llamó la atención no fue sólo la abigarrada manera en que se acu­mulaban los objetos por suelos y paredes, sino la atmósfera de mágica ingravidez en la que parecían flotar las cosas allí presentes, sometidas todas al enérgico poder de los colores que emanaban de los cuadros y al disciplinado orden geométrico en que surgían -azules, rojas, amarillas- aquellas incesantes explosiones de vida. Estaba, pues, ante un universo en estado puro, hecho por y para la creación. Envuelto en aquel ambiente, volví a experimentar la impresión de gozo inmediato que despiertan a veces las obras de algunos muralistas contemporáneos o las grandes superficies cromá­ticas del pop-art. Qué lejos, sin embargo, el silencio creador del que nace esta obra de los calculados efectos consumistas y publicitarios al que obedecen muchas de esas manifestaciones. Como una isla interior, el reino de luz que yo visitaba tendía a permanecer, a perpetuar su propia autonomía entre las paredes blancas del estudio, un espacio perfectamente acotado y protegido de cualquier ingerencia externa.

Producto de una larga andadura, la obra de Pepa Caballero viene acompañada de algunos episodios biográficos que marcan el rico proceso evolulotivo que ha ido experimentando su trabajo en las últimas décadas. Ineludible resulta la referencia a Granada (su lugar de origen), ciudad que alimenta muchas de las constantes que su pintura segirá repitiendo a lo largo del tiempo. Más que el recuerdo de unos años concretos, lo que permanece en ella es la idealizada visión de una ciudad cuya imagen primera es la del carmen granadino en el que vio la luz, «jardín cerrado» cuya esencialidad, y pureza están en la base del mundo que pronto comienza a construir. Traspasada de sensualidad, la belleza aprisionada y metamórfica de sus cuadros no dejará de evocar los ritmos básicos -cadencias simétricas de la luz, polifonía del agua- del marco natural en el que transcurre su infancia. Rompiendo con esa situación, su voluntario traslado a Málaga en 1969 supone, si nó un corte radical con el pasado, sí el inicio de una aventura que hace crecer su mirada y que agudiza de forma extrema los sutiles mecanismos de percepción latentes en sus primeros trabajos. Fascinada por la presencia del mar, ella misma acabaría refiriendo la impresión de libertad que significó su llegada a la ciudad y el cambio que experimenta su obra a raíz de ese hecho. «La línea que une Granada y Málaga -me contaba hace poco- siempre me sugirió la imagen de un gran embudo invertido que acaba desem­bocando en la radiante planicie del Mediterráneo… Como el paisaje que me rodea, la pintura que yo hago aquí adopta siempre la perspectiva del plano panorámico, parte de una mirada abarcadora que actúa en horizontal».

Muy selectiva, y al contrario de lo que sucede con otros artistas, su visión no se detiene en la superficie del entorno costero, un mundo poblado de hondas sugerencias plásticas que su pintura fagocita y reapro­vecha en función de un programa estético muy determinado. Símbolo de apertura y renovación, el mar se convierte en el estado de conciencia desde el que se activa el progresivo salto hacia la abstracción que experimenta su obra a partir de 1970 (fecha de su primera muestra individual), y, en definitiva, el productivo proceso intelectual del que dan cuenta sus trabajos de los últimos años. «Buscar la luz allá por donde pasa y disfrutarla allá donde se pose», escribe Juan Manuel Calvo en referencia a su pintura. La frase condensa de forma muy certera el espíritu que alienta en el interior mismo del universo que analizamos. Decisiva resulta, en ese sentido, la actividad que mantiene dentro del Colectivo PALMO, grupo de escultores y pintores de Málaga del que fue miem­bro fundador en 1979, y al que quedan ligadas gran parte de las exposiciones que realiza durante los años 80. Basada en la investigación formal y en un riguroso sistema de análisis, la labor inno­vadora y aglutinante del grupo contribuye a consolidar las brillantes intuiciones que su pintura venía desarrollando en solitario. Cada vez más depurada y metódica, su obra gana en universalidad a la vez que se abre al cultivo de la reproducción seriada, uso en el que seguirá abundando en las décadas siguientes. Unido por un mismo concepto de contemporaneidad, el carácter cohesivo del grupo no impide que convivan en él tendencias muy dispares, reagrupadas a veces en función de las afinidades que comparten algunos de sus miembros. A ese tipo de conexiones obedece la muestra «Arte estructural en Málaga»(1981), exhi­bición celebrada en los locales del Colectivo y en la que figuraban reunidos los nombres de Dámaso Ruano, Manuel Barbadillo y Pepa Caballero, tres de los componentes del grupo en los que el lenguaje de la abstracción adquiere mayor relieve. Estamos, pues, ante un periodo especialmente rico para su pintura y en el que su capacidad de introspección evoluciona hacia el plano metafísico en que queda instalada su obra a partir de ahora.

Otro de los hechos que marcan su trayectoria biográfica es el viaje que realiza a Grecia en 1992, acontecimiento que deja una importante huella en su obra y que ella misma valoraría en lo que tuvo de iniciático y revelador. Fue sobre todo la visita a la Acrópolis ateniense y la vista del Partenón –el templo que lctión dedicara a la joven virgen Atenea- lo que desencadenó el estado de iluminación del que dan cuenta los sucesivos bocetos que fue trazando la pintora tanto ante la presencia directa del edificio como en los años que siguieron después. La experiencia, traspasada linealrnente a cuadros de gran formato, sería recogida en dos exposiciones celebradas en Málaga en 1995 y 1998 respectiva­mente (salas de la Sociedad Económica y Diputación Provincial). ¿A qué pudo obedecer tal impacto? El deslumbramiento tuvo que ver, sin duda, con las innumerables connotaciones platónico-pitagóricas quo se desprenden del uso de la proporción aúrea, canon clasicista en tomo al cual gira todo el edificio. No resulta rara, desde luego, la emoción que despierta el célebre templo en quien había hecho del color (de la escala que va del negro a la más absoluta transparencia) el núcleo central de sus reflexiones. Sometida por el arquitecto y convertida en pura geometría, la luz, en efecto, es la gran protagonista del escenario aéreo sobre el que se alzan las milenarias piedras del Partenón. Por lo que dejan ver los cuadros reproducidos en el catálogo de la exposición a la que me he referido, la intención de la pintora no era otra que la de subrayar la tensión que se establece entre unas formas arquitectónicas perfectamente definidas y el color que brilla aprisionado entre los ángulos de las columnas dóricas que sostienen el edificio.

Asumido momentáneamente por su pintura, el conflicto (solidez/volatilización, o materia/espíritu si se prefiere) seguirá estando presente en los trabajos que realiza en fechas inmediatamente posteriores, momento de transición hacia el des­pegue liberador que experimenta su obra a final de los años 90. La etapa queda ya perfectamente definida en las composiciones que formaron parte de la exposición que bajo el título «Mediterráneo” albergara en mayo de 2000 la sala del Centre Cultural Provincial de Málaga. Lo que pudo admi­rarse allí era un conjunto de cuadros que habían ido creciendo de manera armónica y cuyos vibrante efectos lumínicos prolongaban su acción terapéutica más allá de los muros que los cercaban. Obras, en suma, en las que el color triunfa de forma plena, apenas acotado por las líneas, a veces reticuladas, que separan los distintos planos que integran el cuadro. Vertido en incesantes oleadas de azul y verde (colores que la muestra reitera con especial insistencia), es como si el mar hubiera invadido toda la superficie del lienzo, un espacio vacío y henchido a la vez en el que resuenan de continuo los latidos constantes del tiempo. Aparentemente descargadas de significación, la enérgica elemen­talidad de estas pinturas remite en directo al mundo primordial del que nos habla el pensamiento de Heráclito y, en general, el de todos aquellos cuya meditación gira en torno al tema del regreso y de los orígenes. En ese sentido, no parece casual que haya sido la voz esencial del poeta (presente en todas las exposiciones que ha realizado la autora) la que desentrañe las claves que nos permiten entrar en las vertientes más profundas de su obra.

«Vayamos limpios, como si acabáramos de nacer, como si no hubiésemos visto ni oído nada», escribe Pepa Caballero en uno de sus catálogos. Muy próximas a los planteamientos del místico, estas hermosas palabras (redactadas años atrás) marcan el camino seguido por su pintura hasta desembocar en la espléndida muestra a la que asistimos hoy. Instalada en los terrenos de lo absoluto, su obra nos conduce ahora al interior de un mundo en continuo estado de renovación y en el que todo parece fluir al ritmo del mágico encantamiento en que nos envuelven sus cuadros. Al servicio de lo esencial, es en esta ocasión, en efecto, cuando la fuerza constructiva de su lenguaje adquiere mayor grado de desnudez y eficacia. Detenidos en el lienzo, los colores parecen descansar de una batalla que la pintora ha ido ganando a diario y cuyos resultados se ofrecen ahora ante el espectador en planos perfectamente organizados que extienden sus ecos en una equilibrada gama de tonos y matices. Llama la atención el riguroso control ejercido por ella frente a un universo que tiende a disolverse en el puro gozo de la vista y que, sin embargo, no cesa de retarnos con mensajes que tocan el lado más profundo de nuestro psiquismo. Estamos, pues, ante un escenario cuyas dinámicas vertientes cromáticas parecen arrancadas a veces del mundo onírico de los surrealistas; un surrealismo poblado de resonancias espiritualistas y que -en este caso- diluye la fuerza de sus imágenes en el alucinatorio sueño interior al que nos invitan los cuadros que ahora contemplamos. En realidad a lo que asistimos aquí es al último tramo de un proceso depurativo que ha ido librándose de sus influjos anteriores -cubismo, expresionismo, cons­tructivismo- hasta adquirir el grado de autonomía y plenitud que muestra su producción última.

Lo que nos seduce de las telas que cuelgan ante nosotros no es sólo el radiante cromatismo que se desprende de ellas, sino el estado de gracia en que quedamos envueltos tras su contemplación. Más que cuadros al uso, estas grandes superficies semejan ventanas abiertas al futuro, a la espera siempre de que se trasluzca el milagroso universo naciente que parece ocultarse tras ellas. Cargada de utópicas promesas, el ansia de emancipación que traduce la obra de Pepa Caballero corre muy próxima al pensamiento expresado por María Zambrano (escritora con la que su obra establece no pocas afinidades) en el fragmento que paso a transcribir: «Nacer sin pasado, sin nada previo a que referirse, y poder entonces verlo todo, y sentirlo, como deben sentir la aurora las hojas que reciben el rocío, abrir los ojos a la luz sonriendo, bendecir la mañana, el alma, la vida recibida, la vida, qué hermosura, sintiéndose ser nada o apenas nada. ¿Por qué no sonreír al universo, al día que avanza, aceptar el tiempo como un regalo, un regalo de un Dios que nos sabe, y sabe nuestro secreto, nuestra inanidad y no le importa, que no nos guarda rencor por no ser?» («El nacimiento. Dos escritos autobiográficos»). Desde ámbitos creativos distintos, la curiosa analogía que se establece entre ellas (algo que confirma también el texto de la pintora al que aludíamos líneas arriba) está en relación con el progresivo despojamiento al que se entregan y, en general, con la vía común hacia el vacío que ambas parecen compartir.

Acabemos con una última reflexión. Ante la intensa llamarada de luz con que nos abrasa (o «abraza», vale también la lectura malagueña) la pintura de Pepa Caballero, cabe preguntarse si no será la mirada femenina la única capaz de desvelar el complejo entramado de significados que subyace en la conciencia de cada uno de nosotros. Eso, al menos, es lo que sugiere Carmelo Sánchez Muros en la honda interpretación -cuajada de brillantes intuiciones- que hace del mundo de la pintora. En una de las prosas poéticas que le dedica («Cauce del tiempo»), leemos las siguientes palabras: «Pepa propició la existencia del tiempo ante nosotros; dató su luz y su color iluminó su tránsito en sus manos. Ella habitó sus ámbitos y pobló de color las telas que el destino le ofreció en sus momentos laboriosos y mágicos. Pepa fue su cronista. Fue todas las mujeres que precedieron la senda del color en cada época…”. Extraído del oscuro fondo de la memoria, el poder iluminador de su pintura seguirá sorprendiéndonos en todo lo que tiene de elemental y eterno.

Francisco Chica